Mujeres indígenas de Oaxaca han aprendido el significado de resiliencia desde que buscan a sus hijas e hijos desaparecidos. En medio del dolor y la incertidumbre, encuentran un motivo de vida en mantener pequeñas rutinas, en la cocina, en el trabajo, en el campo, se sostienen de la sonrisa de sus nietos y en la esperanza de volver a ver a quienes les faltan.
Texto y fotos: Juana García/Notimia y Diana Manzo/IstmoPress
Intervención ilustrada de las fotos: Jengibre Audiovisual
Cocinar la comida preferida, disfrutar la sonrisa de sus nietos, retomar su cotidianidad en el comercio, en el campo, pastorear sus borregos o recorrer todo los días los caminos estrechos de la sierra oaxaqueña, así es como sobreviven a la ausencia de sus hijas e hijos desaparecidos.
Catalina María Castillo, Martha Pablo, María Isabel Bernal y Francisca Ramos, son cuatro madres zapotecas y mixtecas que no se cansan de buscar a quienes un día dejaron de ver y abrazar, y cuya esperanza sigue viva por encontrarles.
Ya no son las mismas que antes, aunque las lágrimas siguen derramándose por las ausencias. Sin pedirlo, asumieron otro rol, además de los tantos que desempeñan al día: el de ser buscadoras.
La desaparición de personas indígenas en Oaxaca tiene un rostro invisible, pues la Unidad Especializada en Desaparición Forzada de la Fiscalía General del Estado (FGEO) reconoce que en los últimos diez años han desaparecido 260 personas –60 son mujeres y 200 hombres–, pero según la misma Fiscalía, ninguna es indígena, al menos de 2015 a enero de este año.
La FGEO admitió en un informe que: “al momento de comparecer ante esta unidad a todas las víctimas se les realiza una entrevista, dentro de la cual se les pregunta si pertenece algún grupo étnico, pueblo originado (indígena), y en consecuencia si derivado de ello hablan alguna lengua. Sin embargo, de los datos que hasta el momento se tienen en la unidad, las víctimas no han referido información al respecto”.
Pero las madres buscadoras indígenas tienen otros datos: ellas buscan a sus seres queridos haciendo visible la ineficiente burocracia de las autoridades, les buscan de boca en boca, a través de volantes, en redes sociales, en las paredes, en entrevistas y todo tipo de medios.
Acá estoy esperándola
“Cuando preparo las costillas en salsa roja y espagueti y lo sirvo en la mesa para que todos comamos, sé que mi hija también lo disfruta y nos acompaña”, dice Catalina María Castillo, madre de Andrea Itzel, de 17 años de edad, desaparecida el 17 de enero del 2023. Cocinar el platillo favorito de su hija es no olvidarla.
Catalina vive en lo alto de Suchilquitongo, Etla, un municipio been zá – zapoteca- asentado en el Valle de Oaxaca. Es de estatura media, tez morena y cabello negro. Como parte de su rutina diaria, le reza con esperanza a las imágenes religiosas que tiene en un altar que colocó el día que desapareció Andy, como la llama de cariño.
La búsqueda de Andrea Itzel, cuyo sueño era ser militar, ha sido colectiva. Amigas, vecinas, y el pueblo entero han salido a buscarla. En el acceso principal a la comunidad cuelga una manta de gran tamaño con su rostro, nombre, y la leyenda de “Se busca”.
Andrea Itzel desapareció en su casa –el que se supone es el lugar más seguro para las mujeres– , y solo se llevó su celular. Su madre piensa que pudo haber salido por la puerta trasera porque nadie la vio, ni tampoco se sabe qué pasó o quién se la llevó.
En la búsqueda de su hija, Catalina ha enfrentado revictimización, discriminación y hasta racismo por parte de las instituciones de justicia, a quienes informó al instante sobre la desaparición.
“Tu hija se fue con el novio”, “Qué inteligente es, apagó su teléfono para que no sepan dónde está”, fueron las frases que escuchó en cada entrevista con autoridades judiciales.
Tuvo que esperar 72 horas para que la Fiscalía emitiera una ficha de búsqueda, “lo cual frenó todo”, asegura, porque “fueron horas cruciales” para conocer el paradero de su hija.
Buscar a un familiar es caro para las madres. “En estos siete meses de búsqueda, nuestra economía se ha desgastado. Mi esposo vendió sus vacas y borregos, y yo perdí mi empleo”.
El cuarto de Andrea Itzel y sus pertenencias están intactas y la esperan como ese 17 de enero en que su hermano la vio por última vez, antes de ir a la escuela.
Cuando siente que ya no puede más, Catalina sube a la cima del cerro, mira a su alrededor y grita su nombre: “¡Andrea Itzel!”, porque “sé que donde quiera que esté me oye, me piensa y sabe que la estoy buscando”.
¿Dónde están?
Los recuerdos que doña Francisca tiene de Yessenia son de cuando era pequeña, sonriendo con sus hermanos, cuidando los borregos. Así prefiere tenerla presente, mientras espera que algún día se asome corriendo sobre la vereda que lleva hacia su casa.
“Con estos borregos me entretengo, siento que el día avanza un poco más rápido, porque antes era puro llorar y ahora pues salgo a cuidar mis animalitos”, sostiene Francisca, mientras los alimenta cerca de su casa, en un terreno lleno de vegetación, con uno que otro ocotal haciendo sombra.
Antes de la desaparición de su hija Yessenia, doña Francisca Ramos, una mujer de ojos pequeños y tristes, semblante fuerte, voz suave y pausada, y madre de ocho hijos, tenía una docena de borregos, pero los vendió para costear la búsqueda que ya suma 8 años; fue hasta hace poco que pudo volver a comprar otros.
Yessenia Pascual Ramos tenía 24 años cuando se le vio por última vez en la ciudad de Tlaxiaco, Oaxaca, recién se había graduado de Ingeniería, entre sus sueños estaba gestionar proyectos para las comunidades en rezago, pero el 12 de mayo del 2015 salió para no volver, de acuerdo con la carpeta 1905/(FMM)/2015, de la Fiscalía de Delitos contra la Mujer por Razón de Género en la Mixteca.
El esposo de Francisca y Erika, una de sus hijas, están al frente de las investigaciones sobre el paradero de Yessenia, junto a colectivas y activistas. “Por las tardes después de darle de comer a mis animalitos, me voy a la cocina y preparo el té para esperar el regreso de mi esposo con las noticias de Yessenia, pues él lee y habla un poco más el español, es quien va con mi otra hija a Oaxaca o donde los citan”.
En Yucumai, donde vive Francisca, una pequeña comunidad de la nación Ñu´u Savi (“pueblo de la lluvia”) de apenas unas cuantas familias, ubicada en la Sierra de la región de la Mixteca, a más de 211 kilómetros de distancia de la capital de Oaxaca, la brecha digital y de telecomunicaciones es evidente.
Por su poco dominio del español, Francisca ha enfrentado discriminación institucional, ha tenido que aprender el significado de “busqueda” en español, y ha conocido la existencia de un oficio: la búsqueda.
Tras cinco años de la desaparición de Yessenia Pascual Ramos, en 2020 el Comité de Desaparición Forzada de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) admitió su caso como “desaparición forzada”, debido a las irregularidades cometidas por las autoridades.
Desde su desaparición, doña Francisca siempre se pregunta: “¿Dónde está mi hija?, ¿a dónde fue?, ¿quién se la llevó?”, y a veces también espera verla entrar nuevamente por la puerta de su casa.
Acompañar a madres buscadoras
“Para nosotras el buscar no es un trabajo, más bien se hace por amor. Trabajo es cuando se remunera, cuando te dan un pago, y nosotras no percibimos ni un peso”, afirma María Isabel Cruz Bernal, quien ha tomado la búsqueda como un camino de esperanza junto a otras mujeres.
Isabel es originaria de la región del Istmo de Tehuantepec, y conformó el colectivo Sabuesos Guerreras AC, desde Culiacán, donde desapareció su hijo Yosimar García en el 2017, como una manera de resistencia ante el olvido y para acompañar a otras familias en la misma situación.
“Para mí una de las formas de esperar a mi hijo es esta –dice en entrevista telefónica-, la de acompañar a otras mamás, en generar mejores condiciones de búsqueda, en enseñarles cómo le vamos hacer. Prácticamente me dedico a esta labor, a veces no hay horario para emprender una búsqueda, o de repente alguien nos llama porque necesita asesoría y así transcurren los días”.
Isabel ríe en el teléfono y agrega que todo está bien, que “hay que vivir la vida”, porque “esta nos tocó”. Su organización acompaña legalmente a familiares de personas desaparecidas en toda la República Mexicana.
La buscadora estima que existen más de 2 mil personas desaparecidas en el estado de Oaxaca, pero que el trabajo “va caminando lento por falta de sensibilidad y capacitación de las autoridades, (que) apenas nos empiezan a escuchar”.
Entre los casos que guía el colectivo Sabuesos está el de Yessenia Pascual Ramos. Apenas a mediados del pasado mes de junio, una retroexcavadora trabajó más de ocho horas en distintos puntos de una zona de la mixteca para buscar su cuerpo, pero no hubo éxito.
En esta tarea de búsqueda, que evidenció la falta de capacitación y presupuesto de las autoridades, pues entre la familia de Yessenia y la colectiva costearon la maquinaria, así como la alimentación de los asistentes, también acompañó la colectiva Oaxaqueños Buscando a los Nuestros A.C. y algunas instituciones de justicia y derechos humanos.
“Fueron horas de esperanza de encontrarla y poder descansar nuestra angustia, pero no la localizamos, así que ahora volvemos a tener la esperanza de encontrarla viva”, expresa Erika, la hermana de Yessenia.
La titular de la CEBO, Edilberta Cruz Regino, ha señalado que debido a la falta del presupuesto las actividades de búsqueda han demorado. Sin embargo, a principios de julio, colectivas y familiares de las buscadoras criticaron la falta de transparencia en el uso de los recursos.
Guiado por las mujeres
“He tenido que construir una red, apoyándome en ellas y otras organizaciones para avanzar con la búsqueda de mi hija. Ya mero se cumplen 10 años de que no sabemos nada de ella”, dice Tomás Ramírez, padre de Arianne Ramírez, desaparecida hace casi 10 años, en Huajuapan de León.
Don Tomás es un hombre difícil de doblegar, dice que este oficio le ha enseñado cómo ser fuerte, y continuar con los sueños de su hija, mientras aparece con o sin vida.
A diferencia de otras familias, él conserva su trabajo de comerciante, pues “cuando mi hija terminó su carrera de contadora, planeamos que ella administraría mi negocio, y que poco a poco la haríamos crecer. Por eso no lo dejo, mantengo la esperanza que será así”.
Tomás siempre se mantiene ocupado, unos días va a realizar sus compras, otro día pregunta el avance de la investigación de su hija, y en otras ocasiones se reúne con las representantes de las colectivas que lo acompañan.
“Mientras yo siga vivo, voy a buscar a mi hija”, recalca Tomás Ramírez sin dudar, luego de que su esposa no soportara la desaparición de Arianne Ramírez, y le tocará a él caminar arropado de colectivas y organizaciones de mujeres en la Mixteca de Oaxaca.
Ahora soy buscadora
Ver crecer a sus nietas y nietos sanos es la principal motivación para Martha Pablo, una mujer zapoteca de 59 años, que vive con la esperanza de encontrar con vida a su hijo Jassiel Vladimir Florian, desaparecido en el 2019 en el estado de Guerrero.
Antes de que Jassiel desapareciera, Martha, originaria de Zimatlán de Álvarez, Oaxaca, se dedicaba a vender productos por catálogo. “Todo era feliz”, asegura la mujer que desde entonces dejó su trabajo para convertirse en buscadora.
“Un día desperté, y dije ¡Basta!, me sequé mis lágrimas que me ahogaron durante seis meses posteriores a la desaparición de mi hijo y tomé mi gorra, mi suéter y comencé a pegar su fotografía en las paredes de la ciudad de Oaxaca pidiendo ayuda para localizarlo, ese día supe que estaba viva”.
Su familia, ver sonreír a sus nietas, nietos y sus dos hijos son “su vitamina” para no rendirse y encontrar a Jassiel. Aunque han pasado cuatro años, no pierde la esperanza.
“Por supuesto que la vida te cambia”, afirma Martha, quien antes portaba catálogos de venta de diferentes marcas y ahora los ha cambiado por machetes, picos, escarba hoyos, palas, brújulas, gorras y chaquetas: herramientas que usa para buscar a su hijo por todos lados.
“Para una madre no hay nada imposible, y esa soy yo, claro que estoy triste, pero también estoy viva, y eso me basta para encontrar a mi hijo, que desapareció cuando fue a Guerrero a trabajar y nunca más hemos sabido de él”.
Delgada y con mucha fuerza al hablar, Martha confiesa que su salud mental y emocional también cambió. “Una aprende a vivir así, con insomnio, ansiedad, depresión, digo, ninguna mujer debería vivir así, pero se aprende a vivir y también se aprende a buscar a un hijo desaparecido”.
En el 2021, Martha y otras madres y padres crearon el colectivo “Oaxaqueños Buscando a los Nuestros A.C” conformado por más de 30 personas que, como ella, también buscan a sus hijas e hijos.
“Nos reunimos, platicamos, convivimos, cada uno cuenta lo que más extraña de su hija e hijo, y así nos vamos curando el corazón, escuchar y platicar nos ha servido para alimentar nuestra esperanza, fe y paciencia, solo así en colectivo estamos lográndolo”.
Las fotografías con Jassiel le sirven de recuerdo, Martha ya no es la misma del 2019, cuando supo que su hijo estaba desaparecido. A 4 años de la búsqueda, ya aprendió a hacer comunidad, ya aprendió a no rendirse. “Ya aprendí a vivir”.
Hasta 2021, la Comisión Estatal de Búsqueda de Personas (CEBP) registraba solo 355 personas no localizadas, aunque para las colectivas de búsqueda el número es mayor: entre 2 mil 500 y 5 mil, eso es al menos siete veces más personas desaparecidas que sólo son buscadas por sus familiares, desde la comunidad y la colectividad.
En Oaxaca, el delito de desaparición forzada de personas está previsto por el artículo 348 Bis D del Código Penal de Oaxaca, y se sanciona con una pena de 20 a 30 años de prisión y multa de trescientos a setecientos salarios mínimos, así como la inhabilitación por el tiempo de la pena fijadas.
Consorcio Oaxaca, colectiva que visibiliza la violencia de género en la entidad, tiene un recuento de las mujeres desaparecidas en Oaxaca, que asciende a más de 2 mil 300 mujeres desaparecidas desde el 2016 hasta este 30 de junio de este año, de acuerdo con una revisión hemerográfica que actualizan trimestralmente.
Esta publicación forma parte del proyecto #NoSomosVíctimas, de la Alianza de Medios de la Red de Periodistas de a Pie, financiado por la Embajada Suiza en México.