Crecí en La Habana de los años Setentas del siglo pasado y, como muchas niñas en todo el mundo, deseaba ser bailarina. Para ello, estudié ballet clásico desde muy pequeña y fue en un salón de clases, donde la maestra me corregía la postura de mis hombros y yo no reaccionaba. Ahí fue cuando descubrimos que algo no estaba bien.
¿Por qué yo no seguía las indicaciones de la maestra? El médico comprobó que yo no oía. Yo era sorda. Sorda profunda y no nos habíamos dado cuenta hasta ese momento: la pérdida de la audición fue muy paulatina.
De niña había aprendido, de manera natural, a leer los labios. Otro descubrimiento también fue que siendo mi piel oscura y mi pelo encrespado, peinarme como el ballet me lo exigía era un suplicio para mí. Otras niñas de pelo lacio y con la piel clara llegaban a clases con el cabello muy liso, muy estirado y con las cintas rosadas relucientes y planchadas. En tanto, yo seguía luchando con mis frijolitos rebeldes. En ese entonces no existía la gama de geles que tenemos hoy en día; ni acondicionadores.
Con ocho o nueve años de edad comprendí que mi existencia en este mundo implicaba demasiados impedimentos: yo era niña (mujer), era negra y era sorda. Tres motivos de discriminación.
Me crié con mi abuela paterna, y ella me decía: «Eres sorda pero puedes hacer muchas cosas. Baila y bailas bien, por ejemplo». También tuve a un gran ser humano como director de la compañía donde bailaba. Quien me decía: «No importa que no oigas mientras sigas el ritmo y muevas tus pies».
En ese camino, tuve amigas que me pasaban con gusto sus apuntes, en la preparatoria y en la universidad, para que en el salón de clases pudiera concentrarme en leer los labios de los docentes.
He tenido y tengo a mi alrededor a personas que creyeron y creen en mí, que me apoyaron y me apoyan. Decidí entonces que ser mujer, sorda y negra no serían impedimentos. Hasta hoy me he enfocado en lo que sí puedo hacer.
Sin embargo, ni en Cuba, ni en Mexico, ni en Suiza (países en los que he vivido), la discriminación ha dejado de rozarme.
Muchísimas veces he sido la única negra o la única sorda en un concierto de jazz en La Habana, en una pista de patinaje en los Alpes suizos, en un vuelo de Interjet, por ejemplo. Lo noto, soy consciente y me río de ello y no me canso de hacer chistes o comentarios soeces al respecto. He preferido reírme que lamentarme.
¿Quién dice que debemos ser todos iguales? No niego que existen momentos de paranoia. Por ejemplo, si me encuentro en un restaurante sostengo un monólogo interminable: «¿He gritado mucho?», «¿por qué me miran tanto?», «¿por qué le entregan la cuenta a mi esposo y no a mí, si fui yo quién la pedí?», «¿es porque él es el hombre?», «¿es porque él es blanco?»…
He de confesar que yo también discrimino. Muchos sordos (no todos) creemos que no tenemos una discapacidad, que lo nuestro es una condición. Nos resistimos a sentirnos discapacitados y discriminamos al oyente por desconocer nuestra lengua.
Ahora que la Lengua de Señas está tan bien vista, desconfiamos de quien la aprende, de quien dice: «Es que es una lengua tan hermosa». ¿Hermosa? Es una lengua como otra cualquiera y, hasta hace poco, nos decían que era el lenguaje de los monos, que tenemos que hablar con la boca y hablar bien. ¿Por qué es ahora hermosa? Es nuestra lengua, somos usuarios orgullosos de ella y cuando la hablamos en público y no nos entienden, sentimos un ligero placer.
Sí, soy mujer, soy negra y soy sorda. A mucha honra. Y no acepto cuando me dicen que por ser negra debo ser pobre o mal educada o huelo mal. Y si alguna persona no quiere sentarse a mi lado en un autobús, es su problema. Y si me comentan que yo desciendo de esclavos aclaro que eran seres humanos que fueron esclavizados. ¡No es lo mismo!
He entendido que el papel de víctima es el camino fácil que no lleva a ningún lado porque nos limita, nos frena. Ser diferente también es valioso. ¡ Todos somos diferentes! Además, salirse del montón ¡Vale la pena!
Colaboradora: Ibis Hernández Gómez. Cursó estudios de ballet clásico, danza contemporánea y folclórica en la Escuela Nacional de Arte en La Habana. Formó parte de la Compañía Tropicana. Licenciada en Neurolingüística y Psicopedagogía. Posee un diplomado en Arteterapia.